
Palloza en O' Cebreiro
ANCARES
Hay en estas aldeas perdidas de Ancares una dolorosa belleza en ruinas; hasta los hórreos, con los pies de granito y bíceps de castaño, parecen ceder bajo el peso invisible del cielo. La artillería del tiempo hoza en las techumbres de paja. E incluso el destino parece cansado, cómo un reloj reumático, perplejo ante el poco razonable entusiasmo de la naturaleza. La canción jocosa del río. El despertar de los narcisos en sus lechos de nieve. La piedra verde. La estela del corzo monte arriba con sus ancas de terciopelo blanco. Y la increíble escalera de luz, como haz de catedral, que entra por el ventanuco desnudo de la palloza y la sitúa en el centro del sistema solar…
Es tanto el silencio de la montaña que las estaciones hablan por la intensidad del río, el viento, los animales en celo o el exabrupto de una tormenta

El ser humano y el urogallo podrían compartir algo en estas montañas: la gran incertidumbre…
PALLOZAS
Construcciones prerromanas de factura “castrexa” (Céltica) que se mantuvieron cómo vivienda campesina desde el siglo VI a. C. hasta la década de los setenta en la región montañosa de Ancares, de habla gallega, y dividida administrativamente entre Asturias, León y Galicia.
La planta de la palloza es circular o elíptica. En el centro siempre, el hogar, la lumbre. El fuego es sagrado, en el corazón del círculo, a ras de suelo, cómo un polo magnético. Sólo se apaga a la hora de dormir, por precaución.

El techo de la palloza es de colmo, paja de centeno, una compleja cubierta vegetal que requería manos expertas para su colocación y mantenimiento.. La alta techumbre de la palloza semeja el casco invertido de una nave, con sus vigas y sus cuadernas. Este “efecto barco” era una sabiduría montañesa para salvaguardarse de los vientos dominantes.
La palloza era el arca de la montaña. Dentro, la familia, que en casos reunía a miembros de cuatro generaciones. El matrimonio mayor dormía en la alcoba, la única habitación cerrada, donde también se colocaban las cunas de los bebés. El resto dormía en jergones de paja en la barra, un altillo de madera sobre la cuadra, de la que se aprovechaba la calefacción animal. El ganado a un nivel más bajo, aprovechando la pendiente del terreno y separado por una pared de tablas ocupaba casi la mitad de la estancia, con la cuadra mayor para las vacas. Los enseres, las herramientas, los aperos, el telar, el horno de pan y las provisiones. El hogar era abierto, sin chimenea, y sobre el pendía de una cadena el pote de cocinar. La luz la proporcionaba el candeleiro, un hierro terminado en orquilla que sujetaba el ganzo, un palo de uz seco con llama que se regulaba según la inclinación.
Lo más parecido al desplome de una palloza sería que hubiese naufragado el arca de Noé.
En la palloza las historias se te subían a la cabeza cómo el humo. Historias de lobos, de Argentina y Cuba, de mouros y tesoros escondidos, de escapados republicanos en la “Pena do Demo”…
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